martes, 26 de octubre de 2010

JOSE CARLOS MARIATEGUI: DEFENSA DEL MARXISMO

JOSE CARLOS MARIATEGUI: DEFENSA DEL MARXISMO

MANUEL GONZALES PRADA La anarquía

Tukujmi kanchij: La anarquía: "La anarquíaManuel González Prada Si a una persona seria le interrogamos qué entiende por Anarquía, nos dirá, como absolviendo la pregunta de..."

LECTURAS DE LUIS VILLORO


Cuadro de texto:  
Luis Villoro
Cuando los españoles llegaron a México quedaron atónitos frente a un mundo extraño, donde la belleza y el horror se confundían. Hernán Cortés no acertaba a hablar «de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta tierra», se resignaba a decir como pudiere cosas «que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos no las podemos con el entendimiento comprender» [Cortes, T. II, p. 198],
Bernal Díaz del Castillo recorría el país en un estado de admiración ante un mundo «en cantado», como los de Amadís de Gaula: «Algunos de nosotros se preguntaban si todo lo que veíamos no era un sueño» [Díaz del Cas tillo, T. II, p. 87]. Todo era extraño, «nunca visto». Uno y otro alaban sus grandes ciudades, como Tlaxcala, «tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir deje, lo poco que diré creo es casi increíble...» [Cortés, T. II, p. 156], o Tenochtitlán, «la cosa más bella del mundo», con sus edificios y jardines «tales y tan maravillosos, que me parecería casi imposible decir la bondad y grandeza de ellos» [Cortés, T. II, p. 207]. Extraordinarios les parecen sus trabajos de oro y plata, de piedras y plumas, «que no basta juicio para comprender con qué instrumento se hiciesen tan perfectos» [Cortés, t. II, p. 206]. Tanto Cortés como Bernal Díaz ensalzan las capacidades de los indios, su sabiduría en la paz, su bravura en la guerra, Pero lo más extraño es su religión. Su aspecto exterior provoca horror y repugnancia: la fealdad amenazante de sus «ídolos», los sacrificios sangrientos, la antropofagia: nada más «horrible y abominable» [Cortés, T. I, p. 123). Con todo, asombra su celo religioso, su devoción y su entrega, que «si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros» [Cortés, T. I, p. 124]. Surgido del océano, como un espejismo o un sueño, el mundo nuevo tiene algo de incomprensible y, a la vez, de fascinante. Es refinado y abominable, hermoso y terrible al mismo tiempo. A los ojos del hombre occidental es lo extraño, lo «otro» por excelencia.

Una sola generación después de la llegada de Cortés, de ese mundo cuya grandeza causaba admiración y espanto, no quedaban sino ruinas. Sus majestuosas ciudades, arrasadas; sus jardines, desiertos; los libros que guardaban su sabiduría, quemados; sus instituciones y ordenamientos, los colores de sus danzas, el esplendor de sus ritos, borrados para siempre. Los celosos sacerdotes, los nobles guerreros, los dueños de «la tinta roja y la tinta negra» con que pintaban sus códices, los artífices del oro, los constructores de templos, toda la élite de la civilización azteca había sido aniquilada. Sobre el cuerpo descabezado de la gran cultura indígena, los antiguos dioses guardaron silencio. 

¿Cómo fue eso posible? ¿Por qué los vencedores, pese a la fascinación que esa civilización les causaba, se vieron impulsados a asesinarla? ¿Por qué esa cultura, elevada y compleja, no fue capaz de detener la mano de los hombres extraños, llegados del oriente? ¿O estará la respuesta en la extrañeza misma? Pues sí para los españoles el mundo azteca era lo otro por excelencia, para los indios, esos hombres poderosos y bárbaros pertenecían a un orden diferente del tiempo y del espacio. Quizás existen culturas que no pueden aceptar la presencia de lo otro. 

La civilización azteca era profundamente religiosa. Lo sagrado ordenaba su tiempo y su espacio, impregnaba sus instituciones, sus actividades cotidianas, sus creaciones artísticas, estaba en la base de todas sus creencias. Pero lo sagrado no era lejano y distante. Estaba presente allí, a la mano; podía sentirse, olerse, tocarse, como la materia orgánica. La liga con lo divino, la vía de comunicación con él, era el líquido de que toda vida está hecha: la sangre. El quinto sol, «sol de movimiento», que preside la era en que vivimos, nació del sacrificio de los dioses, la sangre divina le otorgó la fuerza para ponerlo en su camino, Los hombres que ahora habitan la tierra nacieron de una masa ósea sobre la cual el dios Quetzalcóatl, para darles vida, derramó la sangre de su sexo. Desde entonces los hombres alimentan el movimiento cósmico con su preciado líquido. Se punzan las orejas, el sexo, ofrecen su sangre a la tierra, a las cuatro direcciones, al sol, participando así en la fuerza que impulsa el universo. El orden divino les impone un destino: el sacrificio. Sólo la savia de los corazones abiertos permite que la vida continúe; sin ella, el sol se detendría. Todo muere y renace por el sacrificio. Por él, el hombre repite el acto de fundación originario y participa en la creación continua del universo. La misma sustancia fluye por todo el mundo, enlazando todas las cosas. Por la sangre los hombres entran en comunión con lo sagrado, se unen a él, se divinizan. El sacrificado se convierte en dios. Su cuerpo puede ser entonces consumido en una ceremonia ritual en que la carne divinizada del sacrificado es ingerida y pasa a formar parte del cuerpo de los hombres. Lo que los españoles horrorizados vieron como vil antropofagia, era para los aztecas comunión con el dios, teofagia. Otras veces, los sacerdotes revisten su cuerpo con la piel del dios, el sacrificado a Xipe Totec. Lo sagrado está cercano, puede tocarse, sentirse, deglutirse. Está hecho de la misma sustancia de que estamos hechos los hombres. Lo sagrado tiene un aspecto carnal.

Los dioses son una presencia tangible en todas las cosas: los ár boles, los ríos, las montañas, los momentos del tiempo, las dimen siones del espacio, las actividades cotidianas de los hombres. Todo es hierofanía. Aunque existe en el último cielo Ometéotl, la divinidad dual, la creadora, su fuerza originaria se manifiesta en una muchedumbre de dioses. Los dioses cubren los cielos y la tierra. 

Para los aztecas, el mundo no es un objeto por transformar según los proyectos humanos. Por el contrario, el hombre está al servicio de las fuerzas en las que participa. Sus fines le son señalados por el orden cósmico. Cierto, el hombre debe «merecer» del dios. Pero sus méritos no son el resultado de sus obras, ni de su fe tampoco. Merece al aceptar su destino: comulgar con lo sagrado por el sacrificio [León-Portilla 1, p. 9]. El orden cósmico no sería lo que es sin los dones del hombre, y el hombre carecería de sentido separado de ese orden. Las acciones de los hombres no transforman el mundo, son una parte de su respiración sagrada. 

A la inversa del dios trascendente de los monoteísmos de origen bíblico, los aztecas vivían la inmanencia de lo sagrado. No había para ellos una diferencia ontológica profunda entre las fuerzas divinas y las que animan a los hombres. Dios está cerca, entre nosotros, en nosotros. Es esta proximidad de lo sagrado lo que aterrorizó a los españoles. Es ella la que les hizo insoportable la religión indígena. 

La religión católica alberga un elemento de carnalidad. Dios se hizo hombre, se comunicó en un momento directamente con los otros hombres; más aún, por su sacrificio sangriento, «mereció» por todos. Desde entonces, el cristiano ingiere la carne y la sangre del sacrificado, en la misa. Pero ese núcleo carnal está reducido a un individuo, el Cristo, y a un lapso del tiempo lineal. Después fue sublimado en un rito conmemorativo. El cuerpo y la sangre de Cristo se ocultan bajo las apariencias que corresponden a otras sus tancias que los sustituyen. Sobre ese núcleo carnal triunfó la concepción espiritual —tanto judía como neoplatónica— de un único Dios trascendente separado infinitamente de sus creaturas. No les faltaba razón a los politeístas romanos cuando interpretaban el cristianismo como una forma velada de ateísmo, porque la divinidad se había alejado de los hechos del mundo. Con los monoteísmos trascendentes empezaba, de hecho, la desacralización de la naturaleza y de la sociedad. El alejamiento de lo sagrado se acentuó a partir del Renacimiento. La naturaleza empezó a verse, ya no como huella y signo de la divinidad, sino como objeto manipulable, destinado a ser dominado y moldeado por el hombre. La sociedad y la historia empezaron a presentarse como resultado de las acciones libres de los hombres. 

La religión azteca inquieta a los españoles por la proximidad que concede a lo divino. Donde hay comunión no pueden ver sino bestialidad; donde hay armonía con las fuerzas cósmicas, sólo perciben superstición. Pero, al mismo tiempo, esa religiosidad les recuerda el elemento carnal del cristianismo. Es como si la encarnación del hijo de Dios se ampliara a nivel cósmico, como si en todo hombre y en todo hecho pudiera realizarse. Entonces la religión azteca aparece como una imagen monstruosa de la cristiana. En los escritos de los misioneros abunda la idea de que la religión indígena contrahace y desfigura la cristiana, como un mono los gestos humanos. Sería una especie de inversión antagónica de la religión verdadera. 

Otra dimensión en que el mundo del indígena aparece opuesto al occidental es en su vivencia del tiempo y de la historia. El tiempo de las civilizaciones americanas es cíclico. Periódicamente el mundo se destruye y renace. Entre los mexicas, el universo ha pasado por cinco «soles». Al final de cada uno fue aniquilado, retornó al caos y recibió de los dioses un nuevo orden y movimiento. Nuestro sol es el quinto y tendrá fin como los anteriores. Todo movimiento está amenazado de muerte, corre sin remedio hacia su término, cesará para renacer en un nuevo ciclo, en otro orden distinto. Mientras los hombres hagan merecimientos, el «sol de movimiento» seguirá su curso, pero en cualquier momento podría regresar a la inmovilidad del caos originario. Cada 52 años el tiempo se renueva. Cumplido ese lapso, puede iniciarse un nuevo siglo. Pero nadie puede estar seguro de que así suceda. 

La vida en la tierra está pendiente de su destrucción final. El fin del mundo puede estar al término de cualquier vuelta del tiempo. Ninguna civilización vivió jamás con una conciencia tan honda la posibilidad del fin. Para ninguna tuvo la vida, por lo tanto, un carácter tan impermanente e inseguro. La vida es un transito fugaz, amenazado de extinción, en la renovación perpetua del tiempo. Inestable, en peligro continuo de muerte, su sino es ser borrada mañana para siempre, ¿cómo podría entonces no sentirse como si estuviera hecha de la materia evanescente de los sueños? El azteca piensa el mundo como un movimiento perpetuo o un equilibrio inestable, donde se contraponen principios de vida y muerte. La vida no puede ser pensada sin la muerte, ni la creación sin la destrucción. Todo lo que es habrá de acabarse, todo lo que perezca habrá de renovarse. Gran parte de la poesía náhuatl es un largo canto, melancólico y sensual, a la fugacidad de la vida, a la vanidad del paso del hombre en la tierra, y también a su belleza fulgurante. 

Transitorio, avocado a su destrucción final, todo poder en la tierra ha sido concedido en préstamo. Nadie posee un gobierno permanente. El tlatoani que rige el imperio azteca ha recibido el mando del dios Quetzalcóatl y gobierna en su nombre. Es el representante del dios, «de quien él usa como de una flauta, y en quien él habla, y con cuyas orejas él oye» [Sahagún, T, I, p, 494], El dios podrá reclamar su poder en un giro del tiempo. 

La concepción del mundo de la civilización invasora es opuesta a la del indígena. Los conquistadores anuncian ya la actitud del hombre moderno, su individualismo y su afán de dominio. Para ellos, la naturaleza y la historia son un escenario donde el individuo debe ejercer su acción transformadora; son instrumentos, medios para los fines que él proyecta. Sobre la naturaleza, el hombre crea una «segunda naturaleza» a su imagen y semejanza; contra las fuerzas ciegas de la «fortuna», que rigen la historia, el hombre doblega su curso con su arrojo. La acción de los individuos se impone a la naturaleza y a la historia. Esta última es gesta, victoria de la libertad y la capacidad individuales sobre los obstáculos que se le oponen. Otras son las metas de la civilización azteca: la armonía de la vida con las fuerzas cósmicas y los ritmos históricos, la integración del individuo a la comunidad y al orden universal. Cultura de la dominación aquélla, de la armonía ésta. 

La oposición puede ilustrarse en sus distintas concepciones de la violencia. Ambas culturas dieron muestra de una terrible crueldad. La cultura renacentista española tenía una actitud dividida ante la violencia. Una de sus caras, la de las órdenes religiosas, ensalzaba y practicaba, hasta la negación de sí mismo, la misericordia, la caridad cristianas; la otra, la de conquistadores y funcionarios, llegó a ejercer, en cambio, la más horrible violencia sobre los indios, Entre los aztecas, la crueldad tomó un cariz bárbaro y sangriento: las mortificaciones practicadas cotidianamente sobre sí mismos, las hecatombes humanas para ofrecer a los dioses corazones vivos, la presencia constante de la muerte en el seno de la vida, hacían de la violencia un ingrediente continuo del mundo indígena. Sin em bargo, el sentido de la crueldad era del todo distinto en uno y otro mundo. Entre los aztecas era una crueldad ritual; otra forma, desviada, de oración, en que el individuo se sometía al orden divino e invocaba su redención. No estaba al servicio de la persona que ejercía la violencia, sino al contrario: buscaba eliminar la codicia del yo individual y entrar en comunicación con la totalidad de lo sagrado. En los conquistadores, en cambio, la violencia estaba al servicio de la dominación sobre el otro, la crueldad extrema afirmaba el poder del vencedor, la anulación del vencido. En el indígena, la crueldad nace de una actitud de ofrenda, de comunión con un orden superior; en el occidental es resultado de la afirmación de sí mismo como dominador y de la conversión del otro en su instrumento. 

La visión de la historia en una y otra civilización es igualmente opuesta. Los españoles tienen una concepción lineal del tiempo, propia de la concepción judía y cristiana del acontecer humano. La historia es un conjunto de acontecimientos enlazados, irrepetibles, que cobran sentido en función del fin último al que tienden. En lo sobrenatural, la etapa final es la predicación del evangelio a todas las naciones y la victoria universal de la Iglesia de Cristo; en lo temporal, es la realización del imperio mundial del rey católico. Los dos fines se complementan, pues el segundo es instrumento del primero. Esa etapa final podría durar mucho tiempo, a su término vendría la aparición del Señor, la parusía. Pero aunque se dirija a un término marcado por la economía divina, la historia humana es profana, está constituida por las acciones de los hombres en lucha por transformar la sociedad en conformidad con sus proyectos. En algunos frailes de la orden franciscana, la espera del fin último de la historia está presente, pero en la mayoría de los españoles, la conquista de América cobra sentido a la luz de un proyecto más inmediato: la instauración del reino de la Cristiandad entre los infieles. Todo es medio para la realización de ese designio. Las civilizaciones americanas son consideradas exclusivamente bajo esa luz, que otorga un sentido a su encuentro. El descubrimiento de tantas «almas» en el error es una invitación a la extensión de la evangelización y una promesa del dominio universal del rey católico. Los indios están allí para cumplir un fin ajeno a ellos; son una prenda del alcance universal del evangelio y una garantía de la dominación universal del poder católico. 

En la sociedad indígena había ya los inicios de una historia profana, destinada a registrar acontecimientos tales como sucesiones de gobernantes, guerras, conquistas o migraciones de pueblos. En la mayoría de estas narraciones, los hechos reales se mezclaban con relatos legendarios, pero conforme se acercaban al presente, los hechos registrados tenían un carácter realista y correspondían a acontecimientos profanos. Sin embargo, esa historiografía no reemplazaba aún la historia mítica. Según ésta, todo acontecimiento está determinado por su situación en una estructura de sentido, que corresponde a un orden sagrado. Los hechos históricos repiten esa estructura ya determinada, narrada en los mitos; el hombre debe descifrarla. Todo acontecimiento puede entenderse si se ve como una instancia particular de la estructura mítica que le da un sentido. Comprender un hecho histórico consiste en descubrir en él la actualización de un mito originario [Florescano]. Para el occidental moderno, la historia cobra sentido como cadena de acontecimientos que conduce a la realización de un fin proyectado; para el azteca, la historia cobra sentido como realización de una estructura narrativa (el mito) que pertenece al orden cósmico. Para aquél el hombre proyecta y construye su propia historia, la historia es hazaña; para éste, la historia realiza un orden al que el hombre debe integrarse, la historia es destino. 

Todas las culturas comprenden ciertas creencias básicas, presupuestas en todas las demás, que no pueden ponerse en cuestión sin minar la imagen del mundo de esa cultura. Esas creencias básicas, poco precisas y a menudo inconscientes, se muestran en las más diversas actitudes y comportamientos de los miembros de esa cultura. Pueden llegar a expresarse en conceptos, pero también en imágenes y en sentimientos compartidos. Constituyen el núcleo de la «figura» que una cultura se forma del mundo y del hombre, el marco en el que se encuadran sus creencias y actitudes. Para comprender cualquier hecho nuevo, una cultura debe poder encuadrarlo en ese marco. Pues bien, el encuentro entre el Occidente y las civilizaciones americanas nos suministra el mejor ejemplo de la enorme dificultad de una cultura de rebasar su propio marco de creencias básicas. Frente a la alteridad extrema, cada una de las dos civilizaciones trató de comprenderla a partir de su propio marco cultural, integrándola en su propia figura del mundo. Pero esa empresa fue inútil. La cultura extraña resultó una alteridad inaceptable. 

Veamos primero como tratan de comprender los aztecas a los invasores. La llegada de los extranjeros es un hecho insólito que parece romper el orden. Son distintos a todo lo conocido por los indios, sus acciones son imprevisibles. Las primeras descripciones de los indígenas los presentan como seres de otro mundo: tienen el cuerpo cubierto de pelos, están extrañamente vestidos, montan animales desconocidos semejantes a venados y habitan en altas torres que se desplazan por el mar. La extrañeza es aún mayor cuando los ven de cerca, oyen sus curiosas palabras que hablan de un origen lejano y de un dios desconocido, escuchan el estruendo de sus tubos de hierro y el ladrido de sus bestias feroces. La única manera de comprenderlos es situarlos en el orden ya conocido, que rige la vida del azteca. Vienen de allende el inmenso mar, de donde nace el sol; tal vez sean, entonces, de la naturaleza de los dioses, lo cual no contradice sus comportamientos humanos, pues según las categorías de los aztecas, los dioses están cercanos a los hombres y la distinción entre unos y otros es imprecisa. Hay, por lo demás, un viejo mito que podría aplicarse a este hecho concreto. Hace mucho, el sumo sacerdote y dios Quetzalcóatl partió hacia el oriente; antes de cruzar el mar, anunció que regresaría para tomar nueva posesión de su reino. Desde entonces, los tlatoani mexicas gobiernan en su nombre. Las palabras de Moctezuma al recibir a Cortés muestran que, para comprender lo que está pasando, acude a ese mito. Piensa que Cortés podría ser Quetzalcóatl que regresa, o un enviado de él, y lo invita a su palacio. Para entender la novedad histórica ha tratado de darle un lugar en el orden conocido. Al ver el acontecimiento como instancia de una estructura de sentido narrada por el mito, deja de ser incomprensible y gratuito. Pero entonces el acontecimiento ya no es estrictamente singular e irrepetible; es un elemento en una narración ordenada, ligada con otras en el ciclo del tiempo; está determinado, desde antiguo, por ese orden mítico; puede, por lo tanto, ser predicho. Muchos augurios terroríficos anunciaron la llegada de los extranjeros. Todos son ominosos, anuncian la inminencia del fin de una época. Por el hecho de estar anunciado, el acontecimiento toma su lugar en un orden previsible, deja de ser absurdo. Es posible que esos anuncios de la llegada de los extranjeros y de la inminencia de la propia destrucción hayan sido inventados después de los hechos. Pero eso mostraría justamente que, para conjurar lo incomprensible, los aztecas hayan tenido que incorporarlo en una estructura narrativa en la que ese acontecimiento pudiera ser predicho [Todorov]. 

Pero hay una evolución en la concepción de los extranjeros. Pronto se muestran ávidos de oro, crueles y mendaces. Sobre todo, los indios comprueban que son mortales como ellos mismos. Su carácter extraño ya no puede interpretarse como divino, son hombres codiciosos. Lejos de venir a servir a los dioses, como lo hubiera hecho Quetzalcóatl, quieren destruirlos. Es entonces el momento de la perplejidad, de la angustia: si esos seres extraños no son enviados del dios, no pueden ser más que una fuerza desconocida y maligna que trata de destruir nuestro mundo. ¿No será entonces el comienzo del fin del ciclo del tiempo que está anunciado? La alteridad se niega a ser integrada en el orden cósmico conocido, pues está fuera de nuestro ciclo temporal, no pertenece quizás a nuestro «sol», viene de lejos tal vez para ponerle fin. Después de todo, siempre habíamos esperado esta destrucción final. Aquí está ya. El comportamiento de los extranjeros confirma esa premonición: su sed de destrucción, su obsesión por humillar a los dioses, su negativa a compartir el mundo nuestro, pero sobre todo el silencio de lo divino ante su sacrilegio, son los signos manifiestos del fin de nuestro mundo. Los aztecas intentaron comprender al otro desde el interior de su propio marco cultural, trataron de acogerlo en su mundo, pero el otro se reveló como la fuerza destructora de ese mundo. Sólo les queda a los aztecas asumir con dignidad su propio destino. 

En los españoles la reacción es análoga, pero de sentido contrario. La cultura extraña debe ser comprendida por las categorías propias de la civilización occidental cristiana y debe tomar el lugar que le corresponde en la economía universal. Pero la cultura indígena presenta una dimensión opaca a esas categorías y resistente a ocupar un lugar en el logro de esos fines. Imbuida de una religiosidad inmanente, aparece como la negación de la religión occidental, cual una imagen invertida. Y en el mundo cristiano el símbolo de la negación lleva un nombre: Satanás. Es él quien goza imitando a la divinidad para confundirnos. La única manera de comprender la alteridad dentro de nuestro marco cultural es concebirla como pura negatividad, es decir, como demoniaca. De allí la interpretación de la religión indígena como obra de Satán. Los indios creían adorar a la divinidad y, en realidad, rendían homenaje al diablo. Es el hombre occidental quien revela ahora, a la luz de la Escritura, su engaño. Una vez calificado el otro de satánico, sólo cabe proponerle una alternativa: renegar de su mundo sagrado o ser destruido. 

Cierto, muchos misioneros vieron en los indios hermanos que salvar. Los protegieron de sus expoliadores, trataron de asimilarlos a los valores cristianos más elevados; en ocasiones intentaron crear —como en el caso de Vasco de Quiroga o de Sahagún— nuevas formas de comunidad adaptadas a su mentalidad y costumbres. Es más, algunos trataron de salvar la memoria de su cultura, de transmitir a las futuras generaciones la imagen de su anterior grandeza. Esa fue la otra cara de la conquista. Pero no pudieron dejar con vida la cultura indígena porque había en ella una dimensión inaceptable para los misioneros: su religión «otra». Así, se consagraron con celo a destruir a sus dioses; prohibieron sus danzas, sus ritos; quemaron sus libros sagrados. Y la cultura azteca no podía sobrevivir a la muerte de sus dioses, pues no era más que una forma de comunión con ellos. 

Para comprender al otro, cada cultura hubiera tenido que superar su propio marco de creencias básicas y transformarlo. La cultura azteca tenía quizás una posibilidad de hacerlo. Después de todo su actitud inicial fue invitar al otro a ocupar un lugar privilegiado en su propio mundo. El dios cristiano podía ser integrado en su creencia en la universalidad de lo sagrado; además, la religión cristiana presentaba rasgos que los sabios indios podían comprender por analogía con las ideas de su propia religión. Una cultura como la suya, dirigida por el deseo de integración y de armonía, estaba dispuesta a someterse al destino señalado por los dioses; su imagen del tiempo la preparaba para renacer en una nueva era histórica. Fue El hombre occidental el que se impuso como una fuerza destructora que no podía ser comprendida en las categorías de la cultura indígena porque la rechazaba en su integridad. Él fue quien planteó el dilema de la sumisión o la muerte. 

En el marco conceptual de la modernidad occidental no había lugar para un pluralismo real. La razón es una, idéntica en todos, es universal, no hay diferentes perspectivas sobre la realidad con pretensiones de validez. Sólo hay una vía hacia lo bueno y lo verdadero, todas las demás conducen al error. Y el hombre occidental esta seguro de haber recorrido ese camino. Su visión de la realidad coincide con el saber. Ese «monismo» del conocimiento es aun más rígido en el campo de la religión. El dios de una cultura es el Dios universal y único. De hecho, el monoteísmo eligió en el catolicismo occidental una interpretación según la cual lo sagrado sólo tenía una forma de manifestación verdadera, la de su revelación en una cultura. El politeísmo podía conceder un sitio a los dioses extraños y, en consecuencia, a las culturas diversas, pues lo sagrado podía estar presente en todas partes y bajo formas diferentes. Sobre el supuesto del monoteísmo trascendente, en cambio, el carácter universal de Dios condena todas las otras formas de lo sagrado a la ilusión o al engaño. 

La aniquilación de las grandes culturas americanas era el resul tado inevitable de la imposibilidad de una cultura de aceptar la alteridad. Fue una hazaña de la mentalidad moderna.



Cuadro de texto:  
Luis Villoro
El Problema principal de una pluralidad de culturas es la dificultad de su reconocimiento recíproco. El encuentro entre la cul tura occidental y las culturas aborígenes de América ha sido el acontecimiento de la historia del hombre en el que se mostró con mayor fuerza el terrible drama a que puede conducir ese problema. Este capítulo y el siguiente tratan de aquel momento. Su testi monio servirá, espero, para arrojar alguna luz sobre el desafío, en nuestra época, del reconocimiento del otro.

Al llegar a la meseta del Anáhuac, los europeos se encuentran, por primera vez en su historia, con una compleja civilización que les es del todo ajena. De las otras culturas paganas; por alejadas que estuvieran de Occidente, habían acumulado en el curso de los siglos, noticias que les permitían situarlas. Siempre, había algún rasgo de ellas que podía ponerse en parangón con otro análogo de la cristiana. Algunas, como el judaísmo o el Islam, tenían raíces espirituales comunes o eran, al menos, un contendiente bélico probado; otras más remotas, como la hindú o la china, eran conocidas por relatos de historiadores y viajeros, por esporádicos contactos comerciales o diplomáticos, o aun por la influencia indi recta de su vieja sabiduría en algunos pensadores de Occidente; durante siglos, desde la antigua Grecia, Europa sabía de su remota presencia; había aprendido a vivir y a soñar con ellas. 

Ahora, en cambio, le sale al encuentro una realidad humana distinta. Primero son los indios desnudos, que parecen salidos del paraíso, en el primer instante de la creación. Luego, es el choque más fuerte: una civilización extraña, que conjuga el refina miento más sutil con la crueldad más sangrienta. No se parece a nada conocido ni recuerda nociones aprendidas. Carece de los ele mentos que parecerían condiciones de toda civilización superior: desconoce el hierro, la rueda, el caballo, por ejemplo. Sin embar go, alcanza una elevación moral y artística, una «policía» política inusitadas. Orden y sabiduría coexisten con acciones sangrientas en honor de espantosas imágenes de piedra. El europeo ya no sabe si está frente a la civilización o a la barbarie. En todos los relatos de conquistadores y cronistas se refleja la fascinación ante un mundo del todo «nuevo», surgido de las aguas, impoluto y extraño, inasi ble y ajeno; sentimiento mezclado y contradictorio, de admiración y horror al mismo tiempo. La cultura india es «lo nunca visto», lo otro radical. 

No es posible tratar con el otro sin comprenderlo, ello es aun más cierto si queremos dominarlo. La necesidad de comprender la cultura ajena nace de una voluntad de dominio. 

Por primera vez en su historia, Occidente se plantea en Amé rica el problema de la diferencia. ¿Es posible, en principio comprender lo enteramente diferente? ¿Cuáles son los límites de esta comprensión? ¿Serán éstos irrebasables? El siglo XVI, en la Nueva España, ofrece un laboratorio privilegiado para contestar a estas preguntas. 

Si el sistema de creencias de toda cultura se basa, en último término, en una manera de ver el mundo según ciertos valores y cate gorías básicas, en un intento de comprensión del otro podríamos distinguir, al menos, tres niveles distintos. El primer nivel de com prensión de lo otro consiste en conjurar su otredad, es decir, en traducirla en términos de objetos y situaciones conocidos en nuestro propio mundo, susceptibles de caer bajo categorías y valores fami liares, dentro del marco de nuestra figura del mundo. 

Comprender al otro mediante las categorías en que se expresa la propia interpretación del mundo supone establecer analogías entre rasgos de la cultura ajena y otros semejantes de la nuestra, eliminando así la diferencia. Es lo que hacen los europeos, desde Colón y Cortés. Los infieles americanos se asimilan a los moros y su conquista prolonga la cruzada del cristianismo; un «cacique» es un rey, cuando no un enviado del Gran Khan; el «tlatoani» es un emperador al modo romano; un templo azteca es una mezquita; sus ídolos, otros Moloch; sus ciudades, nuevas Venecias o Sevillas. Pero la analogía con términos conocidos tiene un límite. Hay rasgos profundos de la cultura ajena que se resisten a caer bajo las categorías usuales, porque no caben dentro de la figura del mundo del sujeto, la cual establece el marco y los límites de lo comprensible. Esos rasgos no traducibles constituyen, entonces, lo negativo por excelencia. Puesto que están fuera de nuestra figura del mundo, tienen que ser juzgados o bien como algo anterior a toda cultu ra e historia, o como algo que contradice y niega la cultura. Así, la interpretación oscila entre dos polos. En uno, el indio en su alteridad es visto como el ser natural, adámico, previo al establecimiento de cualquier república y, por ende, de cualquier historia. Es el inocente que ignora el pecado, pero también la ciencia y la ley. Ésta es la visión que tiene Colón en su primer contacto con los ameri canos, la misma que se prolonga en muchas plumas más tarde; la más notable, la de fray Bartolomé de las Casas. 

Pero si esta interpretación puede, en rigor, aplicarse a las tribus del Caribe, mal podría adecuarse al complejo Estado azteca. Lo irreductible de lo otro tiene ahora que entenderse de manera distinta. Ya no es lo anterior a la historia, sino lo que la contradice. Puesto que no puede reducirse a nuestra figura del mundo, es aquello que la niega, su «reverso». Si el sentido de la historia es el triunfo final del cristianismo, si su marcha está regida por el designio de la Providencia, lo irreductible al cristianismo sólo puede ser lo contradice ese designio, Y el contradictor tiene, en nuestra tradición cultural, un nombre: Satanás. La cultura del otro, en la medida en que no pueda traducirse a la nuestra, sólo puede ser demoniaca. Es la interpretación más común, entre misioneros y cronistas. La creencia básica de Occidente establece que sólo puede haber una verdad y un destino del hombre. Esa creencia básica mar ca los límites de lo comprensible. Sobre ella se levanta una inter pretación convencional, que no se pone en cuestión: si otra cultura pretende tener otra verdad y otro destino, niega nuestra figura del mundo. Sólo puede comprenderse, por lo tanto, corno pura negatividad. Lo otro es lo oscuro y oculto, lo que dice «no» al mundo, lo demoniaco. Es, por definición, lo que no puede integrarse a nuestro mundo y cabe destruirlo. 

Hasta aquí, en este primer nivel de comprensión, la cultura ajena es un objeto determinable por las categorías del único sujeto de la historia, el miembro de una cultura occidental, dentro del mar co de la única figura del mundo considerada válida. La voz del otro sólo se escucha en la medida en que pueda concordar con nuestros conceptos y valores comúnmente aceptados en nuestra sociedad, porque el mundo real sólo puede tener significados que no difie ran de los que el único sujeto válido, el occidental, les preste. El otro no puede darle al mundo un significado diferente, reconoci do como válido. El otro, en realidad no es aceptado como sujeto de significado, sólo como objeto del único sujeto. 

Sobre este primer nivel puede levantarse un segundo. Es el que recorre, solitario, Las Casas, quien parte del nivel de comprensión anterior. Tampoco él puede rebasar la figura del mundo que incluye la creencia básica en providencia como donadora de sentido a la historia. También él tiene que reducir la cultura ajena a rasgos conformes con su figura del mundo. Pero su figura del mundo contiene principios que permiten juzgar al otro como un igual. No se reduce a las creencias convencionales, comúnmente acepta das por la mayoría de la sociedad; también hay ideas del cristia nismo que permiten poner en cuestión esas creencias y someterlas a crítica. Todos los hombres son hijos de Dios; todos, libres y racio nales, por distintos que parezcan. Todos tienen ante la Ley de Gentes y los designios divinos, los mismos derechos. El otro no se reduce a un puro objeto sometido a la explotación. Puesto que es depositario de derechos inviolables que lo hacen igual al europeo, es como él, un sujeto. Entre sujetos se requiere establecer un diálogo. El sino de la colonización es la conversión de los indios a Cristo, pero ésta debe realizarse respetando la libertad del otro, nuestro igual, nuestro hermano. Ha de lograrse por el convencimiento y nunca por la opresión o la violencia. Las Casas pide que, se escuche al otro, que se oiga su propia voz. Este es un primer reconocimiento del otro como sujeto. Sin embargo, el reconocimiento tiene un límite. 

Las Casas no puede admitir la posibilidad de una verdad múltiple. El interlocutor indio no tiene más que una alternativa: ser convencido o ignorado. Sería impensable para Las Casas que el indio lo convenciera de la validez, así fuera limitada, de su propia visión del mundo. La posición de Las Casas está en el extremo opuesto de la de Fernández de Oviedo o de Sepúlveda. Ellos justi fican la dominación sobre los indios y la destrucción de su cultu ra; aquél condena a España por esos actos, la maldice por haber traicionado su verdadera misión, que consistía justamente en atraer sin violencia a los indios, para que libremente abrazaran el cris tianismo. Pero por grandes que sean sus diferencias, Las Casas comparte con sus adversarios un supuesto; todos argumentan so bre la base de un presupuesto que no puede ponerse en cuestión: el otro no puede tener más, sentido ni destino que convertirse al mundo cristiano. Por consiguiente, el mundo real no puede tener la significación que el otro creía darle, sino únicamente la que cobra en nuestra figura de! mundo. El diálogo sólo admite al otro como igual, para que voluntariamente elija los valores del único que conoce el verdadero sentido de la historia, Admitir que el punto de vista ajeno fuera, por sí mismo, capaz de dar un sentido vá lido al mundo sería, renunciar, tanto para Las Casas como para Sepúlveda, al marco de creencias que les permite comprenderlo. 

Reconocer al otro como sujeto de derechos ante Dios y ante la ley —como lo hace Las Casas— es reconocer un sujeto abstracto, determinado por el orden legal que rige en nuestro propio mundo. La alteridad más irreductible aún no ha sido aceptada: el otro no puede determinar el orden y los valores conforme a los cuales podría ser comprendido. El otro es sujeto de derechos, pero no de significados. Podríamos decir que Las Casas reconoce la igualdad del otro, pero no su plena diferencia. Para ello tendría que aceptarlo como una mirada distinta sobre él y sobre el mundo y tendría que aceptarse como susceptible de verse, él mismo, a través de esa mirada. 

Queda abierta la posibilidad de un tercer nivel en la comprensión del otro. Sería el reconocimiento del otro a la vez en su igualdad y en su diversidad. Reconocerlo en el sentido que él mismo dé a su mundo. Este nivel nunca fue franqueado. Sin embargo, hubo quienes lo vislumbraron, para retroceder en seguida. El primero y más notable fue fray Bernardino de Sahagún. Él abrió una venta na y se encontró con la mirada ajena, pero no pudo verse a sí mis mo en ella. 

Sahagún es el primero en escuchar con toda atención al indio, en darle sistemáticamente la palabra. Llama a los ancianos que guardaban el recuerdo de su cultura, les pide que expresen en sus propias pinturas, tal como lo hacían antes de la conquista, sus cre encias sobre su mundo. Reúne luego a sus mejores discípulos, indígenas también ellos, para que trascriban en náhuatl las pinturas interpretadas por los ancianos. Durante más de cuarenta años de intenso trabajo reúne testimonios inapreciables sobre todos los aspectos de la cultura azteca, en los cuales se oye la voz directa, sin intermediarios, del otro. El mismo escribe en la lengua del venci do y dedica años enteros a dialogar con sus interlocutores indios, para entender y descubrir su mundo. Por fin el otro tiene la palabra, su palabra. Es el cristiano quien escucha. 

¿Y cuál es el mundo que revelan las palabras del otro? Pintan una civilización elevada, perfectamente adaptada a sus condiciones y necesidades. Sahagún describe la fuerza que construye y nutre esa sociedad: una educación ascética y rigurosa, capaz de domeñar las inclinaciones naturales y edificar una república vir­tuosa. Ella descansaba, sobre todo, en el cultivo de una virtud: la fortaleza «la que entre ellos era más estimada que ninguna otra virtud y por la que subían al último grado del valer» [Sahagún, T. I, p. 13]. El rigor de sus castigos, la austeridad de su vida, la discipli na y frugalidad que en todo se imponían, su laboriosidad diligen te, les permitió mantener —escucha Sahagún— un régimen social adecuado que contrarrestara sus inclinaciones. Sólo así lograron levantar una gran civilización. Sahagún comenta: 

Era esta manera de regir muy conforme a la filosofía natural y moral, porque la templanza y abundancia de esta tierra, y las constelaciones que en ella reinan, ayudan mucho a la naturaleza humana para ser viciosa y ociosa y muy dada a los vicios sensuales, y la filosofía moral enseñó por experiencia a estos naturales, que para vivir moral y vir tuosamente, era necesario el rigor, austeridad y ocupaciones conti nuas, en cosas provechosas a la república. (Sahagún, T. II, p. 242] 

Las ideas morales de la sociedad azteca se expresan en preciosos discursos, «donde hay cosas muy curiosas tocante a los primores de su lengua, y cosas muy delicadas tocante a las virtudes morales» [Sahagún, T.I, p. 443]. Los padres enseñaban a sus hijos templanza y humildad, castidad y amor al trabajo, persuadiánles el respeto a sus mayores, la honestidad y el recato en todo su comportamiento. El código moral, basado en la fortaleza y la austeridad, se man tenía en la sociedad gracias a una justicia inflexible y proba, y al ejemplo de una nobleza recta y virtuosa, capaz de presentarse como modelo a todo el pueblo. Fue su república, en opinión de Sahagún, gobierno de sabios y esforzados. 

Pero esa moral y policía estaban estrechamente tejidas con su religión, pues no hubo, tal vez, pueblo más consagrado a sus dio ses. Al tratar de las costumbres e instituciones de la sociedad azte ca, la religión aparece en todo momento como una manifestación cultural que permea toda la educación y la moral y les da sentido a los ojos del indio. Estaba presente en todas las actividades de la sociedad indígena, articulaba todos sus discursos, daba significación a su comportamiento social. Si la civilización mexica, en lo social, en lo práctico, se presenta como obra de la razón huma na en lucha contra viciosas inclinaciones, ¿cómo podrá Sahagún excluir de ese edificio a uno de sus más fuertes cimientos, la religión? 

Al transcribir las palabras del otro, aun en el campo de la re ligión que el misionero está vocado a destruir, encontrarnos conceptos de extraordinaria altura. Su máximo dios se reviste de atributos más cercanos al dios del cristianismo que a los paganos. Decían —transcribe Sahagún— que era creador del cielo y de la tierra, todopoderoso, invisible y no palpable, como oscuridad y aire. Estaba en todo lugar y todas las cosas le eran manifiestas y cla ras. Poder ilimitado tenía el dios «a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el régimen de todo el orbe, a quien todo está sujeto» [Sahagún, T. 1, p. 447]. No sólo era fuente de todo poder, sino también liberalidad y bondad sumas. «¡Oh señor nuestro —le rezaban— en cuyo poder está dar todo contento y refrigerio, dulcedumbre, suavidad, riqueza y prosperidad, porque vos sólo sois el señor de todos los bienes!» [Sahagún, T. I, p. 452]. Pensaban que los designios de Dios son ocultos y concebían a la divinidad como uno un ser autónomo por antonomasia, como libertad absoluta, 

A pesar de su distinto espíritu y de algunas ideas que debieron parecer a un católico grandes errores; a pesar sobre todo de sus prácticas crueles, como los sacrificios humanos y la antropofagia ritual, la moral y la religión indígenas presentan una elevada figu ra, sublime a ratos, que debería asombrar incluso al más ortodoxo franciscano. El otro ha hablado y lo que oímos es un mundo fascinante. 

La invitación hecha al otro para revelar su propio mundo podría haber llevado a su reconocimiento. Sin embargo, algo detiene a Sahagún para dar ese último paso. El participa de la interpreta ción del mundo común a su época, que suministra un paradigma para comprender la historia. La única significación de América le está dada por su papel en la economía divina. Ésta señala como fin de la historia el advenimiento del reino de Cristo y la conversión de todos los pueblos al evangelio. La evangelización de América es el único acto que permite comprender su existencia. Dios había mantenido oculta a América hasta el momento de su descubri­miento: «También se ha sabido por muy cierto —escribe Saha gún— que nuestro Señor Dios (a propósito) ha tenido ocultada esta media parte del mundo hasta nuestros tiempos, que por su divina ordenación ha tenido por bien de manifestarla a la Iglesia Romana Católica» [Sahagún, T. I, p. 13]. ¿Cómo podría admitir entonces que los indios hubieran llegado por sí solos a una for ma elevada de religión, comparable en puntos a la cristiana, si ha bían estado ocultos a la revelación y a la gracia? Tendría Sahagún que aceptar que, después de todo, no andaban tan extraviados. ¿Qué sentido tendría entonces la presencia europea en América? ¿Qué sentido la evangelización? ¿Y la vida misma de Sahagún y de sus hermanos? 

No. Sahagún puede admitir el discurso del otro hasta un limi te: hasta el momento en que niega la creencia básica que otorga sentido a su propia vida y a la presencia de la cristiandad en Amé rica. No puede negar lo que el otro le muestra, pero tampoco puede rechazar su propia interpretación del mundo, que constituye. Tiene entonces que conjurar la visión del mundo que el otro le presenta para incardinarla en la propia. Su solución es un desdoblamiento. 

Los que parecían dioses a los ojos del indio, eran en realidad demonios. Al punto de vista del otro se opone un criterio de verdad que le es ajeno: «La verdadera lumbre para conocer al ver dadero Dios —argumenta Sahagún— y a los dioses falsos y enga ñosos consiste en la inteligencia de la divina Escritura»- (Sahagún, T. I, p. 78], No nos extrañemos de que deduzca la malignidad de la religión ajena de los textos sagrados, más que de la observación directa. El silogismo reemplaza ahora la experiencia. «Por rela ción de la divina Escritura sabemos que no hay, ni puede haber más Dios que uno [...] Síguese de aquí claramente que Huitzilopochtli no es dios, ni tampoco Tlaloc, ni tampoco...», etc. [Sahagún, T. I, p. 78]. El mundo indígena aparecerá entonces como antípoda del cristiano. Mientras en éste se da cumplimiento a la Escritura, en aquél se la niega. Pueblo en pecado será el indígena; pueblo redi mido por la gracia, el cristiano; reino de Satán aquél, de Cristo éste. Así, Tezcatlipoca, ese gran dios que presentaba atributos tan eleva dos era... Lucifer enmascarado. «Ese [Tezcatlipoca] —proclama Sahagún a los indígenas— es el malvado de Lucifer, padre de to da maldad y mentira, ambiciosísimo y superbísimo, que engañó a vuestros antepasados» [Sahagún, T.I, p. 83]. Todos los objetos de la religión del indio adquieren entonces una doble cara: en la mente del indígena aparecen Tezcatlipoca y Huitzilopochtli como divi nos, ornados de sublimes atributos, pero ¿lo eran de hecho? La ley dictada por el verdadero Dios nos dice, por el contrario, que eran demonios. Lo santo, según la intención, se convierte en nefando. Ya no se reviste ahora el dios con los significados que el indio le otorga, sino con los trazos que el católico revela en su faz. Se dobla el mismo objeto, se establece una distinción entre el objeto intencional de la creencia del indio y ese mismo objeto como realidad exterior a él, ante los ojos del cristianismo. Pero ambas facetas no pueden ser reales. Sahagún, con tal de salvar su propia figura del mundo, declarará apariencia la del indio y realidad la que la Escritura revela. Así podrá nuestro misionero reconocer la belleza y ele vación de las preces del indio, sin dejar de pensar en su radical engaño. Con su actitud, deja a salvo la intención del otro y el valor, a sus ojos, de su mundo, pero a la vez condena su verdadero ser. 

Sahagún ha querido escuchar al otro sujeto, pero cuando las visiones de ambos entran en choque, sólo un criterio, el del evan gelizador puede revelar, por principio, la realidad; el otro sólo pue de ser ilusorio. El verdadero ser de la cultura ajena no es el que sus propios sujetos le otorguen, sino el que revela una mirada distinta. 

Al dejar que el otro revele su propio mundo, Sahagún se ha enfrentado a una contradicción insalvable. El mundo ajeno, tal como él lo interpreta, pone en cuestión el único marco en que él puede comprenderlo. No puede aceptarlo, debe reinterpretarlo para poder 1ntegrarlo en su propia visión. No sólo en su interpretación de la religión indígena, también en sus propuestas prácticas se ve claro este movimiento. 

La civilización azteca, sostiene Sahagún, estaba adaptada a las inclinaciones naturales de sus creadores. Por ello alcanzó gran virtud. Los españoles, en cambio, destruyeron el regimiento que el indio había laboriosamente edificado, aniquilaron su estructura social e intentaron reemplazarla por otra del todo distinta. Sujetas como estaban sus inclinaciones personales por costumbres, leyes y creencias, al destruirse éstas, los indios cayeron en el vicio, la sensualidad y la pereza. Nadie puede sobrevivir, sin perderse, a la destrucción de su mundo cultural. La superioridad de Ia educación y regimiento antiguos se prueba en el escaso éxito de la co lonización. Señala Sahagún: 

Es una vergüenza nuestra que los indios naturales, cuerdos y sabios antiguos, supieron dar remedio a los daños que esta tierra imprime en los que en ella viven, obviando a las cosas naturales con contrarios ejercicios, y nosotros nos vamos al agua abajo de nuestras malas inclinaciones; y cierto que se cría una gente así española como in diana, que es intolerable de regir y pesadísima de salvar. [Sahagún, T. I, p. 83) 

Sahagún propugna, entonces, por regresar aun régimen social análogo al azteca, dentro de formas de educación e instituciones que pudieran ser equivalentes en el cristianismo: 

Si aquella manera de regir no estuviera tan inficionada con ritos y supersticiones idolátricas, paréceme que era muy buena; y si limpia da de todo lo idolátrico que tenía, y haciéndola del todo cristiana, se introdujere en esta república indiana y española, cierto sería gran bien, y sería causa de librar así a la una república como a la otra, de' grandes males y trabajos a los que las rigen. [Sahagún, T, I, p, 83] 

En su monasterio, Sahagún trató de realizar esa idea, al introducir prácticas semejantes a las que los indios tenían en sus escuelas, el tepochcalli y e! calmecac, traducidas naturalmente a las creencias y usos cristianos. Pero fracasó. El mundo del indio era distinto; al faltarle su propia dimensión religiosa y su propia mentalidad, las nuevas prácticas resultaron vacías e ineficaces. Sahagún comprendió la causa de su fracaso. El régimen antiguo estaba íntimamente ligado al mundo religioso del indio. Su cultura constituía un todo; sin fisuras; destruida su religión, tenían que perecer, sin remedio, su educación moral y la práctica de sus virtudes cívicas. Y Sahagún reconoce que la destrucción de Toda la cultura indígena era inevitable, una vez que se había decidido erradicar su «idolatría». Con un dejo de amargura comprueba: 

Porque ellos [los españoles] derrocaron y echaron por tierra todas las costumbres y maneras de regir que tenían estos naturales, y quisieron reducirlos a la manera de vivir de España, así en las cosas divinas como en las humanas, teniendo entendido que eran idólatras y bár baros; perdióse todo el regimiento que tenían; necesario fue destruir todas las cosas idolátricas y todos los edificios, y aún las costumbres de la república, que estaban mezcladas con ritos de idolatría, y acom pañadas con ceremonias y supersticiones, lo cual había casi en todas las costumbres que tenía la república con que se regía, y por esta cau sa fue necesario desbaratarlo todo, y ponerles en otra manera de poli cía, de modo que no tuviesen ningún resabio de cosas de idolatría. [Sahagún, T. II, p. 243] 

Tratar de retener una parte del mundo del otro sin aceptar el todo era imposible. De allí el fracaso del intento de Sahagún. ¿Qué ha pasado? 

La figura del mundo tiene una función vital, no sólo teórica sino práctica. Supone una elección de sentido y valor últimos. Negarla, para Sahagún, sería negar su propia identidad, como euro peo, como cristiano; sería renunciar al proyecto global que presta sentido a su vida. Sería, por otra parte, quedarse vacío e inerme an­tena mirada ajena; tendría entonces que verse como el otro lo ve, correría el riesgo de ser dominado por él. Tiene entonces que inter pretar su propio mundo como real, y como ilusoria la visión ajena, lo cual equivale, después de intentar descubrir al otro como sujeto, a negarlo y sujetarlo a nosotros, es decir, a dominarlo. 

La figura del mundo no puede ser negada en la medida en que nos protege de ser dominados por el otro y asegura nuestro domi nio sobre él. Esta función es paladina en conquistadores y juristas, como Cortés, Fernández de Oviedo o Sepúlveda, quienes sostienen el derecho de España de someter a los indios. El otro sólo puede ser comprendido en cuanto se le niega su papel de sujeto y se reduce a un objeto determinado por las categorías del europeo. Puede entonces ser dominado. Pareciera que en Las Casas y Sahagún, al abrirse al indio como sujeto de su propio mundo, al concederle derechos iguales y al escucharlo, desapareciera esa actitud de do minio. De hecho, Las Casas impugna con denuedo la dominación política de los españoles sobre las indias y su derecho a conquistarlas. Frente al discurso ideológico de conquistadores y cronistas al servicio de la Corona, su lenguaje es disruptivo, es visto por todos como subversión e incluso traición a los intereses de España. Aunque con menos acritud, la obra de Sahagún también es perci bida como peligrosa para la empresa colonizadora, tanto por la Corona como por la jerarquía eclesiástica. La difusión del punto de vista de los indios sobre su mundo, de sus creencias y aun de su lengua es considerada subversiva. Un decreto de Felipe II, de 1577, prohíbe expresamente conocer y, con mayor razón, difundir la obra de Sahagún. De hecho, ésta quedará inédita durante toda la época colonial y sólo se publicará, parcialmente, en el siglo XIX. Nada más peligroso que concederle la palabra al otro cuando se quiere dominarlo. 

Sin embargo, ni siquiera estos autores subversivos ante el colonizador pueden librarse, frente al otro, de una inconsciente voluntad de dominio. Las Casas acepta al Indio como su igual y le concede los derechos que la Ley de Gentes da a todo hombre, pero no reco noce plenamente su diferencia, por no poder concebir otro para digma de interpretación del mundo que el suyo. Sahagún, por el contrario, escucha, comprende la diferencia del mundo del indio, pero no puede concederle igual validez que al suyo. En ambos, la propia figura del mundo es irrebasable. El intercambio con el otro sujeto sólo puede conducir a reafirmarla. La discusión se realiza, desde el inicio, en los límites que señala un solo paradigma, el del euro peo, y éste jamás podrá concebir que el resultado del diálogo fuera ponerlo en cuestión. Sólo el colonizado puede «convertirse», nun ca el colonizador. Cuando percibe ese riesgo, como Sahagún, de inmediato tiene que ponerle un límite. De lo contrario, pondría en peligro su identidad. ¿No hay aquí actitud inconsciente de dominio, previa a cualquier intercambio con el otro? 

El estudió de la obra de Las Casas y de Sahagún puede iluminar los límites en el descubrimiento y reconocimiento de otro sujeto. Justamente porque sus obras impugnaban la dominación a que el otro estaba sometido, porque sus vidas fueron ejemplo de la vo luntad de apertura hacia él, su fracaso en reconocerlo cabalmente es más significativo. No puede atribuirse a mala fe ni a intereses egoís tas, debe tener un origen más profundo: la imposibilidad de poner en cuestión una creencia básica que asegura una función vital: afir­marse a sí mismo como dominador y protegerse del dominio del otro. Ésa es una función ideológica. Lo que hemos llamado «figura del mundo» es el último reducto ideológico que impide el reconoci miento cabal del otro, como igual a la vez que diferente. 

Si Las Casas y Sahagún señalan límite en la aceptación del otro, ¿sería posible superarlo? Sólo sería factible sobre el supuesto de otra figura del mundo radicalmente distinta a la de ellos y de Todos los hombres de su época. Sólo sería posible si partiéramos de una creencia básica que aceptara, por principio, que la razón no es una, sino plural; que la verdad y el sentido no se descubren desde un punto de vista privilegiado, sino que pueden ser accesibles a otros infinitos; que el mundo puede comprenderse a partir de diferentes paradigma. Para ello habría que aceptar una realidad esencialmente plural, tanto por las distintas maneras de «configurarse» ante el hombre como por los diferentes valores que le otorgan sentido. Habría que romper con la idea, propia de toda la historia europea, de que el mundo histórico tiene un centro: En un mundo plural cualquier sujeto es el centro. 

Sólo una figura del mundo que admita la pluralidad de la razón y del sentido puede comprender la igualdad a la vez que la di versidad de los sujetos. Reconocer la validez de lo igual y diverso a nosotros es renunciar a toda idea previa de dominio; es perder el miedo a descubrirnos, iguales y diversos en la mirada del otro. ¿Es esto posible? No lo sé. Y sin embargo, sólo ese paso permitiría conjurar para siempre el peligro de la destrucción del hombre por el hombre, sólo ese cambio permitiría elevar a un nivel superior la historia humana. 






[1] Villoro, Luis. Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós, 1998. Págs. 169-180.
[2] Villoro, Luis, Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós, págs.1998. 155-168.

domingo, 24 de octubre de 2010

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